A pesar del frío y el sonido de la ciudad, yo veía las olas llegar a la orilla y olía el mar.
Estaba en la cocina de mi hogar en Santiago, apunto de servirle el almuerzo a Merú que jugaba en la sala con mi mamá, mientras en la pantalla Miguel me mostraba el mar del norte que aún no conozco.
Lloré calladita, casi como si sintiera pena por mí misma: esa llamada me recordaba que tenía un año sin ir a la playa, un año sin ver el mar.
No sé si alguna vez imaginé que viviría una ausencia como esta. El privilegio de crecer con el Caribe en la ventana no me preparó para esta sequía de agua salada.
Quizás también me pesa que mi hijo cascada aún no conozca el océano de su país y que quizás, solo quizás, él tenga un recuerdo ínfimo del gozo que sentí cuando, llevándolo en mi vientre, nos paramos los dos a orillas del Pacífico y me sentí más fértil, diosa y en paz que nunca.
Desde esa vez ha pasado tanto que no ha sido solo un año. Murió una parte de mí y nació otra profundamente tierna y poderosa, una yo madre que en sus peores momentos se cobija en el sonido de las olas, y en los mejores sonríe imaginando los ojitos rasgados de su hijo mirando la vastedad del océano por primera vez.
En mí hay un espacio hondo que solo llena el mar y que me abarca toda. Por ahora está silente y vacío.
Autorretrato en El Quisco. Chile, 20 de septiembre de 2021.