Yosbelis y María Esther
Yosbelis Patricia, siempre hace hincapié en su segundo nombre, se presenta con beso y abrazo. Sonríe sin reservas y toma de la mano para indicar por dónde es el camino. “Hablo hasta cuando estoy dormida, hablo sola, yo no sé por qué hablo tanto”, reconoce entre risas. El cansancio y el hambre siempre van con ella, todo por el movimiento que no la deja dormir en reposo y consume todas las calorías.
María Esther apenas da la mano. No es antipatía, es timidez. Con 42 años y cuatro hijos –Jesús Francisco (19), Catia Libanesa (15), Dogser (10) y John Kenedy (9) –, aún desea ser maestra, porque le gusta enseñar a los que no saben, pero sólo pudo estudiar hasta sexto grado: su familia de 9 hermanos no tenía cómo darles estudio, comida y techo a la vez.
Las hermanas Soto Soto tienen Huntington, una enfermedad genética prima del Parkinson en la que las neuronas van muriendo por la interacción de proteínas sanas con la proteína huntingtoniana. Viven junto a su familia en Barranquitas, una de las poblaciones de la costa occidental del Lago de Maracaibo, en el estado Zulia, donde se encuentra la mayor concentración del mundo (más o menos 700 por cada 100 mil habitantes) de enfermos de San Vito, el nombre coloquial con el que se conoce la enfermedad.
A los cinco años, Yosbelis comenzó a sentir dolores en las piernas y cosquilleos en las manos y los pies. Con 33 años recién cumplidos y dos hijos –Cristian David (9) y Yoendry (7)-, sus síntomas se parecen más a los que conoció en su papá, de quien heredaron la enfermedad: sus dedos se mueven como si tocaran cuerdas invisibles en el aire, su cuello se estira lento hacia atrás y cae a un lado o al otro, sus párpados parecen tener una carga pesada sobre las pestañas. Nada es voluntario.
Tampoco lo es en María Esther, quien comenzó a sentir la enfermedad hace 4 años. Sus piernas inquietas la levantan de la silla aun cuando no quiera pararse, los dedos entrelazados aprietan sus manos y se mueven como algas bajo el mar, su mirada perdida de a ratos.
Los días de ambas transcurren en un mutuo acompañarse. Pasan las mañanas en una de las playas a las que llegan los pescadores, aunque es María Esther la que entra al muelle como si fuera su casa y espera hasta que le regalan una bolsita con un par de pescados. Así resuelve algunas comidas. Luego van a casa de otra de sus hermanas, y mientras ella cuida a los niños, Yosbelis colabora con el negocio familiar: pela papas, fríe pescados, amasa harina y hace los mandados.
Solo se separan en las noches, cuando cada una va a su casa, separadas por pocas calles pero iguales en estructura: tablones de madera y láminas de zinc aseguradas con una cadena gruesa y un candado. Adentro, un par de habitaciones: en una, nevera, cocina y lavaplatos sobre un piso de tierra pulcro; en la otra, un escaparate de madera es el closet familiar y una goma-espuma ocre hace las veces de colchón matrimonial sobre barrotes oxidados. El “baño” está afuera, sin mobiliario ni paredes, sin siquiera letrinas, y el agua les llega por manguera.
Se acompañan hasta en no tener pareja. “Nosotras no tenemos marido, es mejor estar solas, con nuestros hijos”, asegura María Esther, luego de que Yosbelis narrara cómo las discusiones con el padre de sus hijos terminaban en golpes.
Cuando le preguntan cómo se siente, Yosbelis responde: “Yo me siento bien porque estoy con mi hermana”. Y María Esther, que la defiende de comentarios malintencionados y la regaña cuando no es amable con los demás, replica con los ojos enchumbados en lágrimas: “Ella es amor, yo la quiero así tenga más el mal que yo”.